Intemperie
Por Alfonso Hug.
Bienal del Fin del Mundo. 23 de abril – 25 de mayo, 2009
Ushuaia, Tierra de Fuego, Argentina
Texto curatorial, segunda edición de la Bienal del Fin del Mundo- Enero 2009
“… Lluvia y más lluvia, ayer sin cesar, y ahora mismo vuelve a empezar. Mirando en línea recta ante sí, uno diría: va a nevar. Pero esta noche me ha despertado un rayo de luna sobre la hilera de libros en un ángulo de la habitación; una mancha que no iluminaba pero que cubría de un blanco de aluminio el lugar donde se reflejaba. Y la habitación estaba llena de fría noche hasta en sus últimos rincones. En cambio la mañana ciara. Por doquier un viento este, que en líneas desplegadas penetra la ciudad, por lo espaciosa que la encuentra. Enfrente, al oeste, empujados, impelidos por el viento, archipiélagos de nubes, grupos de islas, grises como las plumas del cuello y el pecho de aves marinas en un océano de frío azul incipiente, de una felicidad demasiado remota. [Rainer Maria Rilke, Cartas sobre Cézanne, 1907]
De cuando el tiempo aún no era el clima
En el pasado el tiempo era simplemente tiempo. Olía a heno seco y a la goma húmeda de las botas. Al común de los hombres y a los artistas se les revelaba en forma de una pintoresca puesta de sol o de sublime nieve acumulada. En una reunión con extraños el tiempo facilitaba el comienzo informal de una charla, y en caso de impuntualidad servía de disculpa amable: es que la lluvia…
El tiempo era una especie de segunda piel para los hombres, y a pesar de las inclemencias meteorológicas ocasionales uno se sentía parte de un orden mayor dentro de la naturaleza.
Sin embargo, ahora el tiempo ha devenido en clima, una entidad física anónima, de amedentradora naturaleza y capaz de desatar en todo momento la catástrofe. El cambio climático ha transformado el tiempo en intemperie. El clima es tiempo falto de poesía y estética. A diferencia del tiempo, el clima carece de aura.
Lo que en el pasado era un bien común, hoy pertenece al terreno de los ingenieros y científicos. El mortal común, aquél que aún sabía disfrutar de la frescura del rocío y el alivio de una brisa suave durante un paseo por el parque, hoy experimenta el tiempo como una confusa mezcla de C02, CFCI y partículas de hollín. Ha de ser meteorólogo para pronosticar las precipitaciones inminentes, agricultor para sopesar el rendimiento de energía derivado de la colza y la caña de azúcar, mecánico automotor para asegurar un uso correcto del biodiesel, economista para encauzar el torrente de mercancías que circula por el mundo, zoólogo para garantizar la preservación de la especie de osos polares, y a la postre también soldado, para estar en pie de guerra en la lucha por las materias primas.
Tras casi cien años desde la ópera futurista rusa “Triunfo sobre el sol”, que supo anticipar el desenfreno del progreso tecnológico, hoy se ha de temer el triunfo del sol sobre su pequeño planeta Tierra.
El cielo y la antigua idea de una perfección divina, así como se manifestaban en la era de un tiempo pre-climático, y como se revelan en el Romanticismo alemán, han retrocedido frente a la imagen satelital y google earth. Incluso los turistas que exploran la Antártida y Groenlandia hace rato han dejado atrás la búsqueda de experiencias extremas para considerarse testigos consternados del cambio climático.
Las cualidades metafísicas y simbólicas del tiempo, empero, no son susceptibles de ser abarcadas en diagramas y recuentos estadísticos.
Cada nuevo informe meteorológico es una última advertencia y sumerge a prácticamente todos los habitantes de la Tierra en una profunda culpa: tanto al caboclo del Amazonas dedicado al desmonte por quema, como al automovilista europeo, al ganadero de la India o al excavador de pozos de petróleo en el Golfo Pérsico. El clima ha adquirido estatus de guerra. Se manifiesta como un Dios vengativo que se dispone a exterminar todo lo que quede vivo.
1 Clorofluorocarbonos. [N. d. T.]
Es así que llega por un lado el turno de los ecologistas, que predican en pos de la abstención del consumo y la reeducación, y por el otro el de los ingenieros, que creen tener prevista una solución para cada problema, se trate de molinos eólicos, colectores solares, motores de combustión interna más eficientes o el progreso productivo en la agricultura.
Entretanto se pasa por alto que las transformaciones climáticas, no importa si las causa el hombre o la misma naturaleza, conllevan siempre transformaciones de la cultura. Con el clima se transforma nuestra actitud hacia nosotros mismos y nuestros semejantes. El cuerpo y los sentidos se ven expuestos a nuevas experiencias.
El calor es una categoría como el color, el sexo, el éxtasis o el arte mismo. El calor -como estas otras fuerzas- hace que perdamos la percepción de aquello que llamamos realidad y nos devuelve a nuestro propio cuerpo, que ha sido desde antaño el termómetro más fiable. El calor es “sueño y droga” en uno, dice el etnólogo Michael Taussig en referencia a la costa del Pacífico colombiano. No ha de sorprender que Bronislaw Malinowski, el padre de la antropología, haya tenido que recurrir a generosas dosis de morfina para tolerar el calor fatal en el reino de Los Argonautas del Pacífico occidental.
Tal vez fue el miedo a esta inminente disolución de todo orden y disciplina el que llevó a los fundadores del estado de Singapur a combatir el calor sofocante de la línea del Ecuador con todos los medios de refrigeración posibles. Se dice que el mismo Lee Kuan Yew midió y corrigió en persona la posición de los árboles y su sombra para evitar un sobrecalentamiento indeseado del parque citadino. En su relato Bajo el sol, escrito en Ibiza en 1932, Walter Benjamín describe el calor ardiente del mediodía en la isla mediterránea de la siguiente manera:
“El caminante ya está demasiado cansado como para detenerse y, mientras pierde el control sobre sus pies, descubre cómo su fantasía lo ha abandonado. El sol pega abrasador sobre sus espaldas. La resina y el tomillo vician el aire en el que él, en un intento de tomarlo, cree sofocarse”
En la imagen de la Arcadia de Benjamín, el caminante ya no ve, sólo siente. A la heliofilia le sucede el golpe de calor.
El calor obliga, incluso, a modificar su paso acompasado e implacable al tiempo, que transcurre mucho más desapercibido, espeso, menos conmensurable.
Las gotas de sudor sobre la piel de la bailarina de zamba brasileña anticipan lo que le espera al mundo de cara al cambio climático: trópicos que avanzan incontenibles con languidez voraz y sensualidad desbordante.
Lejos está de nosotros contradecir el cambio climático o menospreciar el esfuerzo de los técnicos. Sin embargo, un tratamiento estético del tiempo y el paisaje tal como lo proponemos tal vez pueda contribuir mejor a la preservación de estos que un proceder meramente científico, pues como decía Schiller, el perfeccionamiento moral se alcanza a través de la belleza.
Los fenómenos climáticos, cada vez más mediatizados, se han de volver a “culturalizar” midiendo la temperatura estética de un nuevo estado de ánimo.
El clima es una invención de la gran ciudad moderna y sus dispositivos de investigación. En la noción de tiempo, por el contrario, también se hace eco siempre la de paisaje. Nadie ha descrito mejor esta sutil interacción como el romántico Adalbert Stifter, quien acompañará esta muestra con sus relatos, pues abiertamente despiertan asociaciones visuales al respecto:
“Aquel día un calor inusual habitaba las rocas. El sol no había terminado de salir en todo el día y sin embargo hasta tal punto había penetrado el velo opaco que cubría el cielo entero, que en todo momento uno alcanzaba a ver su imagen pálida, que una luz inmaterial, a la que ninguna sombra se plegaba, rodeaba cada objeto sobre el terreno rocoso, que las hojas de los pocos arbustos perceptibles colgaban como desvanecidas; pues aun cuando apenas medio rayo de sol penetraba el manto de niebla alrededor de la cúpula, era un calor como si tres soles se reunieran en el cielo despejado del trópico, y ardieran juntos los tres sobre la tierra.” [Adalbert Stifter, Kalkstein2, 184 1]
Mientras el clima es susceptible de transformaciones caprichosas, auténticas catástrofes, desde una mirada filosófica el tiempo supone una categoría estable, atemporal. En las lenguas latinas, en el “lempo” del portugués o el “tiempo” del español, el tiempo en sentido cronológico y la atmósfera, esto es el reflejo del sol, la lluvia o la temperatura, se han adentrado incluso en una feliz simbiosis. La pregunta por el tiempo atmosférico aquí siempre lleva implícita una idea del tiempo cronológico. El alemán o el inglés, en cambio, distinguen entre ‘zeif 1 ‘time’ y ‘wetter’/ ‘weather’. Este último proviene del protogermánico: ‘veter’1 ‘viento’.
En Cosmos (1845), la obra de Alexander von Humboldt, el tiempo aparecía ligado a la temperatura, la humedad y la presión atmosférica, pero también a “la claridad y serenidad del cielo, que no sólo es importante para la mejor radiación calórica del suelo, la evolución orgánica de las especies vegetales y la maduración de los frutos, sino también para las emociones y todo el estado anímico de de los hombres”.
El tiempo como el terreno de los artistas
No ha de extrañar que el tiempo, no así el clima, haya inspirado a poetas y artistas desde antaño, pues el tiempo es ánimo y espiritualidad. Rilke hablaba del “viejo calor rubio”.
El tiempo imprime un soplo de vida a “Las cuatro estaciones” de Vivaldi y se corona en la espectacular puesta de sol que Claude Lévi-Strauss observó sobre la línea del Ecuador mientras cruzaba el Atlántico.
2 “Piedra caliza”. [N. d. T.]
Y cuando Cézanne se encontraba ‘sur le motif, como llamaba a su estilo de trabajo, y pintaba el “Pino grande” (1892) despeinado por el viento o una Naturaleza muerta con manzanas, el tiempo nunca estaba lejos.
El tiempo es el protagonista principal en la pintura “Chimborazo” de Frederic Edwin Church y también en el océano glacial de Caspar David Friedrich, un paisaje más metafísico que real. Friedrich había exhortado ya a los artistas a no pintar sólo lo que observaban delante de sí mismos sino también dentro de sí.
La muerte de la luz
“Lejos en las afueras, allí por donde corre el río, una densa y larga línea de niebla se extendía, también en el horizonte sureste se deslizaban huraños temibles fardos de niebla y nubes, y partes enteras de la ciudad se hundían en la bruma. El lugar del sol lo ocupaban velos extremadamente débiles, también éstos dejaban entrever enormes islas celestes.”
Y continúa: “Pues al igual que la última llama de un pabilo a punto de extinguirse se desvanecía también el último haz de sol, probablemente por la quebrada estrecha entre dos picos de luna: y luego un silencio sepulcral, era el momento en que Dios hablaba y los hombres escuchaban.”
En esta “reproducción” del eclipse de sol de 1842 en Austria cada palabra adquiere una profundidad simbólica. Con ello Adalbert Stifter no habla solamente de un fenómeno de la naturaleza sino también del eclipse del espíritu y el corazón. Enfriamiento, decoloración, esfumación y silencio sepulcral son categorías con las que también nos encontramos en el campo del arte contemporáneo.
Cada punto de la Tierra no recibe el mismo caudal de energía pero sí la misma cantidad de luz, aunque en raciones diferentes. En los trópicos, la duración del día y la noche es poco más o menos la misma durante todo el año. En los polos, por el contrario, el sol nunca se pone en época estival mientras que durante el invierno no supera la línea del horizonte. Cada 21 de marzo y 21 de septiembre, cuando el sol se encuentra en el cenit sobre la línea del Ecuador, la duración del día y la noche es de doce horas en el mundo entero.
Uno podría pensar que estos ciclos de luz ocupan un lugar en la labor de los artistas. No obstante, los artistas suelen preferir las medias luces, la luz crepuscular y la gama de grises, pues no delatan la altura del sol. El arte, sobre todo la fotografía, bien sabe distinguirse de las furiosas orgías de luz y diseño de las grandes ciudades. Cuanto más se apaga la luz interior, el hombre más necesita de las fuerza de fuentes lumínicas exteriores. También el color se vuelve un sucedáneo de la luz.
En los trabajos de los artistas que integran esta muestra la luz es un bien precario, bajo la amenaza permanente de su extinción.
En su video “3 Ster mit Ausblick” Michael Sailstorfer incendia un refugio de madera hasta que al final sólo queda el horno ardiente. Parece remitirse al poema de Byron, “La Oscuridad”, “en el que los hombres prenden fuego a casas para no ver más que luz”. La muerte de la luz también ocupa a Thiago Rocha Pitta cuando, en un homenaje a William Turner, deja hundirse un bote en llamas, y a Coi Gou Qiang cuando deja estallar por unos segundos fuegos de artificio, cuyas huellas candentes fija sobre el papel.
Es probable que una luz resplandeciente y un cielo azul le calcen como anillo al dedo al fotógrafo amateur; para el artista de la fotografía, empero, son ingredientes venenosos. Esto no sólo es válido para los fotógrafos de la llamada Escuela de Düsseldorf como Andreas Gursky o Thomas Struth, sino también para Caio Reisewitz de Sao Paulo. Un cielo cubierto laminado en gris y sin rastro de sombras permite que se destaquen mejor los paisajes, ya sean los impresionantes macizos montañosos en la Patagonia chilena, ya sea la Península Antártica. Nubes espesas, de un azul grisáceo, se reflejan en las rocas que se yerguen verticales en las Torres del Paine y crean una atmósfera de absoluta melancolía y nostalgia. Aquí el paisaje y el tiempo se funden el uno en el otro dando una idea de distancia, sin la cual la poesía no sería posible.
Punta Arenas o Ushuaia, en Tierra del Fuego, se jactan de ser el fin del mundo. ¿Pero y si acaso hubiera tierra aún más al sur? ¿Un colosal bloque continental, en tiempos remotos parte del continente Gondwana y situado a la altura del estrecho de Madagascar, desde entonces embarcado en un incesante viaje de 80 millones de años alrededor del mundo? Hoy la Antártida se encuentra en el polo sur, las entrañas de la Tierra, preservada de la injerencia del mundo que jamás podrá abarcar del todo este almacén de tiempo atmosférico y cronológico.
Reisewitz ha fotografiado las bases científicas chilena y rusa, centinelas de la ciencia en este lugar inhóspito. Los contenedores de un rojo sanguíneo parecen garras de acero armadas, que permanecen aferradas al suelo negro. Mientras los románticos alemanes de tanto en tanto dejaban que algún monje o peregrino se perdiera insignificante en la naturaleza abrumadora, Reisewitz prescinde de toda presencia humana. Para él la Antártida es una tierra de pérdida traumática. Desde la humilde capilla de madera ruso-ortodoxa, que recuerda a la “Abadía en el bosque de robles” de Caspar David Friedrich, contemplamos un depósito de días en desuso que dormitan sobre los hielos eternos.
“Sobresalían agujas y asperezas y bloques de hielo puro, terrible, cubierto de nieve. En lugar de haber un muro que pudiera pasarse y que luego volviera a desaparecer en la nieve, como pensaban cuando estaban abajo, desde la cúpula se elevaban nuevos muros de hielo, quebrados y hendidos, provistos de incontables estrías azules y serpenteantes, y detrás de ellos había otro, y así hasta que la nevada ocultaba con su gris lo que hubiera más allá.” [Adalbert Stifter, Cristal de roca, 1853)3
Al igual que en “Moby Dick” de Melville, el color blanco es aquí un símbolo del miedo, la amenaza y el espanto.
3 Traducción de Juan Conesa y Jesús Alborés. En: Piedras de colores, Ediciones Cátedra, 1990. [N. d. T.]
Tiempo congelado
En la Antigüedad, los filósofos creían que según las leyes de la simetría debía haber en el hemisferio sur una gran masa de tierra que hiciera de contrapeso a la superficie conocida del hemisferio norte. También los mapas de Mercator en el siglo XVI suponían la existencia de un “gran continente sur” (Terra Australis lncognita) que era considerado un paraíso tropical. La intensa búsqueda de la Antártida en el siglo XIX si inició a partir de la convicción de que el contacto con el fin del mundo sacaría a la luz nuevos conocimientos para el espíritu de los hombres. Recién en el año 1820, el capitán báltico alemán Fabian Von Bellinghausen (al servicio ruso) y el cazador de focas estadounidense Nathaniel Palmer descubren por fin, y al mismo tiempo, el continente blanco. Así y todo, renombradas figuras contemporáneas, entre ellos Edgar Allan Poe, permanecieron fieles a la superstición de que en el polo sur habría un agujero en la corteza terrestre a través del cual los viajeros podrían llegar a un mundo más civilizado que se suponía existía en el centro de la Tierra.
Con sus 14 millones de kilómetros cuadrados la Antártida es tan grande como Brasil y Europa juntos. Hoy trabajan allí 4.000 científicos de todo el mundo (durante el invierno son 1.000) que, repartidos en las 80 estaciones distribuidas a lo ancho y largo del continente, se han comprometido a la investigación pacífica. El escaso turismo en el lugar permanece aún dentro de los límites de lo aceptable en términos de ecología.
El Tratado Antártico de 1960, que congela todo reclamo territorial sobre la superficie antártica, significó la firma en plena Guerra Fría de un convenio modelo que tiene hasta hoy un papel clave en la política de paz y medio ambiente a escala global.
Así, la Antártida es el único rincón del planeta que no sabe de armas, explotación económica ni propiedad de la tierra; allí ni siquiera está permitido explotar los abundantes recursos del suelo: condiciones de utopía, por tanto. Mientras el resto del mundo se consume en conflictos interminables, talas indiscriminadas y reclamos territoriales de todo tipo, la Antártida, esa clásica tierra de nadie, responde a un mandato más sublime: no le pertenece a nadie y por lo tanto es de todos.
Sus ciclos naturales se hallan íntimamente ligados a los nuestros y su frágil ecosistema es sumamente sensible incluso a trastornos ocasionados en otras partes del mundo. La Antártica es un verdadero “aparato de medición” de la Tierra.
La armadura de hierro de este espacio mítico se asemeja a un enorme archivo que guarda la historia climática de la Tierra. La Antártida congiela el tiempo.
El punto cero de la cultura
A pesar de los daños ambientales en el resto del mundo, el continente meridional conserva aún su estado de sublime inocencia. Es la tierra anterior al pecado original y quizás la última gran promesa para la Humanidad, después de que los trópicos han perdido parte de su garbo paradisíaco.
Este punto cero de la cultura es especialmente propicio para la reflexión intelectual y artística acerca del mundo: vacío, silencio, aislamiento, pero también pureza, claridad, paz, espiritualidad, desinterés material, son algunas de las categorías existenciales que se podrían explorar en la trascendental Antártida. Los artistas comenzarían allí donde no alcanzan las mediciones de los científicos, posibilitando una lectura nueva, fresca, de este punto neurálgico de la Tierra.
Los artistas deberán trabajar a partir del color blanco, considerado un no color por los impresionistas; en ojos de Kandinsky, sin embargo, el blanco era “un muro frío e infranqueable, indestructible, que se pierde en el infinito” y un silencio que de pronto puede ser comprendido.” Es una nada con aire juvenil o, más precisamente, una nada anterior al comienzo, al nacimiento” (Kandinsky en Sobre lo espiritual en el arte).
Y así como en su absoluta neutralidad el “cubo blanco” de las galerías de arte modernas revela impío las debilidades de la obra de arte, el espacio desnudo, blanco de la Antártida pone al descubierto las insuficiencias del hacer humano.